La sustentabilidad en el sistema científico-tecnológico


José Antonio Hernanz M.1

Uno de los retos más significativos para el presente en que nos encontramos, dentro de la articulación entre ciencia, tecnología y sociedad, es el de plantear un futuro a mediano y largo plazo en que el que ocurra un desarrollo social efectivo, y que al mismo tiempo garantice la continuidad de los recursos finitos con los que se pueda proseguir ese desarrollo. Esa es la prioridad del concepto “desarrollo sustentable”, tal como puede verse, por ejemplo, en el informe de la Comisión Brundtland, de otoño de 1987, presentado ante la Asamblea de las Organización de las Naciones Unidas2. El reto es complejo, pero para entenderlo y afrontarlo es preciso comprender el conjunto de problemas que lo componen; para ello, y a lo largo de tres artículos consecutivos, vamos a abordarlo con la esperanza de esclarecer algunos de los puntos más oscuros de ese entramado. Así, en este primer trabajo se procurará centrar el problema dentro de la dinámica de la propia modernidad y la consecuente ubicación del concepto de sustentabilidad en la discusión respecto de la concepción moderna de la ciencia. En el próximo se estudiará la correlación biosfera-tecnosfera a partir del análisis del modo en cómo se ha entendido la relación hombre-naturaleza en el pensamiento occidental, y de qué manera se reinterpreta a partir de la consideración de la diversidad biológica y de la diversidad cultural. En el último, se planteará la dimensión ética de la sustentablidad y, por ende, el carácter ético de actividad tecnocientífica en el mundo contemporáneo, para desde allí discutir globalmente, en su complejidad, los matices del reto del desarrollo sustentable. 

Modernidad, ciencia, progreso 

Todas las sociedades, en cualquiera de sus momentos culturales, han tenido como una de sus principales prioridades garantizar su perpetuación a lo largo del tiempo. Para ello, se atesora todo un conjunto de prácticas y saberes que se condensan en el universo simbólico de sus integrantes. Nuestro momento actual, el final de la modernidad, tampoco escapa a la preocupación por privilegiar esa prioridad, aunque desde hace unos cuantos años viene dándose un fuerte debate sobre la mejor manera de hacerlo; eso se debe a que los patrones de comprensión de la autoperpetuación se han puesto en entredicho, toda vez que parecen llevarnos a un escenario incompatible con la supervivencia si no se corrigen de inmediato. Cada vez son más contundentes las evidencias de que la acción humana está provocando un desequilibrio alarmante en la biosfera, poniendo en peligro la regeneración de los recursos naturales a nuestro alcance, al tiempo que los desequilibrios sociales provenientes del injusto reparto de la riqueza son continuamente una fuente de peligros para la construcción de un futuro viable de los seres humanos. 

Largo es, en ese sentido, el debate sobre el papel que la ciencia y la tecnología han de tener para lograr la inversión de esas tendencias tan claras como alarmantes. Ese debate se centra, en primer lugar, en los límites que han de imponerse a la explotación de los recursos —hasta dónde es racionalmente aceptable el riesgo del crecimiento científico y tecnológico de nuestros días a costa del deterioro medioambiental—, y en segundo lugar, en el acceso real a las tecnologías: la transferencia tecnológica, las ayudas para la inversión en tecnologías limpias en los países pobres y la democratización de la ciencia y la tecnología, fundamentalmente. Dentro de ese debate, uno de los puntos más importantes (y, paradójicamente, uno de los menos tratados) es el del contexto social, cultural e ideológico desde el cual se establecen los parámetros desde los que se efectúan los análisis de toda esta vasta y compleja red de fenómenos. No podemos olvidar que el modo en que se aborda el problema es el moderno, una modernidad tardía, pero modernidad al fin y al cabo. Para acercarnos a la red simbólica desde la que hacemos pertinente el debate y las consecuentes decisiones, debemos tener en cuenta al menos tres de los procesos más significativos de la modernidad: la ciencia, el capitalismo y la emergencia de los Estados nacionales.

La ciencia es seguramente el resultado más fácilmente reconocible de la cultura de la modernidad. Frente a las explicaciones estéticas o religiosas del mundo, la ciencia pretende desarrollar una explicación racional de las leyes que rigen todos los fenómenos que nos circundan. Desde que Galileo, modestamente, acrisola el modelo científico de la modernidad, hasta nuestros días, el cultivo de las ciencias ha proporcionado frutos abundantes y significativos, pues gracias a ellos la capacidad racional por conocer la realidad ha crecido continuada y sostenidamente. Sin embargo, y más allá de las aportaciones particulares de las disciplinas científicas, es preciso detenernos en una de las características primordiales de la ciencia: la aceptación de la racionalidad. La racionalidad tiene una pretensión muy humilde, que no es otra que la de intentar dar cuenta de lo que se da ante nosotros a partir de explicaciones formalizables, coherentes y empíricamente contrastables. El discurso científico renuncia a proporcionar las causas últimas de las cosas, el porqué de lo real, y se conforma con presentar modelos del cómo se dan los procesos en la realidad. No obstante, los límites de la razón tienen algo sumamente interesante: su objetividad. Es por ello que la ciencia permite alcanzar consensos en comunidades amplias y heterogéneas, eliminar pseudo-razones en el planteamiento de problemas y su ulterior resolución, y establecer propuestas de futuro con un alto grado de factibilidad y éxito. 

La economía que acompaña el desarrollo de la ciencia es el capitalismo. Sólo desde una consideración superficial pudiera parecer que capitalismo y pensamiento científico son dos fenómenos coincidentes, mas separados ideológicamente en el desarrollo de la modernidad; la raíz de ambos fenómenos se encuentran en el despliegue del gran dinamizador de la modernidad: la tecnología. En efecto, el desarrollo de las tecnologías de los siglos XII y XIII mostró la incipiente obsolescencia del esquema social del feudalismo y la eficacia de una concepción pragmática de la realidad. Ambos procesos convergen en la aparición de la clase social clave de la modernidad: la burguesía. La burguesía, que basa su actividad en el comercio, conoce muy bien las ventajas del pensamiento racional, ya que por un lado coadyuva al éxito de las expediciones mercantiles (mejoría en los sistemas de navegación, conocimiento eficaz de la geografía, precisión en las transacciones de bienes, etc.), y por el otro permite el intercambio de ideas desde una perspectiva objetiva, creando un discurso en el que se puede llegar a acuerdos. Un excelente ejemplo de esto lo podemos encontrar en la figura de Marco Polo, arquetipo de ese nuevo hombre que se estaba forjando en la transición del siglo XIII al XIV. 

En ese contexto, es comprensible que la cosmovisión de la modernidad encontrara en el arduo trabajo de la investigación científica un filón gracias al cual pudo hacer productiva la naturaleza de manera más eficaz, rápida y económica. De ese modo, la ciencia como modelo de conocimiento y el capitalismo como praxis económica permiten la eclosión de una cultura tecnológica, esto es, de una cultura que entiende la técnica como producción de objetos, y la tecnología como ciencia aplicada para la obtención de beneficios. 

Ahora bien, no sería posible esa articulación entre ciencia y capitalismo sin una nueva forma de entender las relaciones sociales. Ésta se expresa en la concepción de un Estado nacional, en el que se crean nuevos vínculos de unidad de los individuos a partir de un territorio, una lengua, una raza, y de una economía y una ciencia de carácter nacional. Cuando se estudia la Revolución Industrial, es habitual tener en consideración las revoluciones demográfica y agrícola que se producen en Gran Bretaña para explicarla, pero el auténtico sostén de esta revolución, que es tecnología, se encuentra en tres factores bien articulados entre sí a lo largo del siglo XVII: la consolidación de la banca inglesa como la más reputada en Europa (economía moderna), la fundación de la Royal Society en 1660 (ciencia moderna) y la transformación de la monarquía absoluta en una monarquía parlamentaria y constitucional tras la revolución gloriosa de 1689 (Estado moderno). No es de extrañar que aparezca entonces la más moderna de las tres utopías: La nueva Atlántida, en donde Bacon describe un futuro diseñado racionalmente en que los individuos viven una feliz existencia en una sociedad justa construida a partir del desarrollo de la ciencia y la tecnología. 

En ese complejo crisol simbólico que llamamos modernidad, y a partir de la articulación de esos tres fenómenos, surge una convicción rectora que reorienta a su vez la mentalidad occidental, expresada en la idea del progreso. En efecto, si consideramos que la ciencia (y su aplicación: la tecnología) hacen posible diseñar un uso más eficiente de los recursos –lo cual es mensurable a través de las herramientas del capitalismo y redunda en el bienestar de un estado (unidad social aceptada que aglutina a todos los individuos)–, podemos estar seguros de que estamos insertos racionalmente en una dinámica de progreso; del mismo modo que se puede constatar que lo que para nuestros padres era imposible (como aumentar la esperanza de vida, mejorar la alimentación, viajar más rápidamente y a menor costo, por poner algunos ejemplos), para nosotros es algo cotidiano; podemos tener la certeza de que lo que para nosotros es imposible seguramente será una trivialidad para las generaciones venideras.

De esta manera, se entiende el progreso en la modernidad como motor de las relaciones con la naturaleza y con la sociedad, de suerte que quedaría justificado todo sacrificio en aras de ese progreso, sea al momento de utilizar recursos naturales, sea a la hora de justificar los desequilibrios entre individuos, clases sociales y Estados. El esquema del progreso se fue transformando paulatinamente en un dogma de desarrollo de las sociedades en el contexto de la modernidad, de modo que uno de los factores clave para lograr el “milagro” de la salida de la pobreza era la aceptación de la ciencia y la necesidad de la industrialización, lo que queda patente no sólo en las mentalidades, sino que está muy claramente explicitado en la concepción de futuro de las naciones modernas, tal como podemos ver, por ejemplo, en la Constitución mexicana, en la que en su artículo tercero se puede leer que el criterio que orientará la educación “se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”.

La dimensión política del conocimiento científico

En el paradigma del progreso, parece que dos de los elementos referidos están claramente ligados a problemas éticos y políticos –la economía capitalista y el Estado nacional–, mientras que el tercero no tiene vínculos con ellos. Una de las creencias más arraigadas en Occidente a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX es que la ciencia es neutra ante la toma de decisiones, pues no es más que un laborioso proceso de descubrimiento de las leyes que rigen al mundo. Por lo tanto, y encontrando en la objetividad y la universalidad del conocimiento que genera la persuasión a favor de esta creencia, la comunidad científica de buena parte del transcurso de la modernidad se ha sentido más allá del bien y del mal en esa apasionante empresa de la investigación científica. Sin embargo, y al plantear con más detenimiento la pregunta de si la ciencia es realmente neutra ante la política –y aquí la vamos a entender como ejercicio de poder–, el propio pensamiento de la modernidad ha venido descubriendo que no lo es; más aún, el conocimiento científico es una práctica de poder. Y no sólo porque se cumpla el inveterado díctum “conocimiento es poder”, sino porque la explicación científica de la realidad ha moldeado la cosmovisión de nuestros últimos cuatro siglos de cultura, que en su virtud ha objetivado la naturaleza (concepción mecánica del mundo) y legitimado la justificación de los desequilibrios sociales (darwinismo social y cultural). Por todo ello, y para entender los procesos a través de los cuales se está reconfigurando nuestra valoración de las prácticas científicas y tecnológicas respecto del uso adecuado de los recursos que hay en la naturaleza, es preciso que especifiquemos mínimamente la relación entre conocimiento científico y poder a partir de la consideración de la construcción social del conocimiento. 

No nos engañemos; de lo que aquí se trata es del poder, y no sólo del modo en que puede ejercerse, sino también, y muy especialmente, de la manera en que se conforma y desarrolla la esfera del poder en las sociedades de la modernidad. En tal sentido, parece claro que la s ociedad en su conjunto –especialmente cuando se le entiende como Estado, perspectiva que se agudiza en la modernidad– ejerce un poder sobre el individuo que hace que a éste se le imponga no sólo un modelo de realidad, sino también una dimensión moral y un modo de supervivencia. Así, la impronta de la evolución está ahora tan fuerte mente presente en nosotros como lo ha estado en los últimos cientos de miles de años: el Homo sapiens es un primate gregario, inserto en un sistema social muy claramente jerarquizado en el que el individuo se rige por principios muy poco flexibles. Uno de los parámetros desde los cuales se valora el lugar en la escala de acceso al poder es el grado de acceso a los conocimientos que permiten la supervivencia del grupo, y, por consiguiente, el dominio de conocimiento racional se ha considerado positivamente.

Por otro lado –y esto parece una constante desde los primeros momentos de la hominización–, los seres humanos tenemos conciencia de nosotros mismos hasta el punto de que somos capaces de establecer una distinción entre los intereses de la colectividad y los propios, llegando, y no en pocas ocasiones, a un claro conflicto entre la esfera de lo particular y lo general. El afán por armonizar ambos momentos de la realidad humana, el personal y el social, ha llevado a diversas prácticas culturales y a la consideración teórica de intentar dirimir cuál es el mejor tipo de sociedad. En definitiva, preguntas como cuál es la mejor forma de organización social o de gobierno, o en qué tipo de estructura comunitaria el ser humano puede gozar de una mejor manera de su felicidad, pueden reducirse fácilmente a una pregunta por el poder, para formularse de esta manera: ¿cuáles son las condiciones para que el ejercicio del poder legitime mi aspiración a la felicidad sin coartar –o haciéndolo en la menor medida posible– la misma aspiración para los demás miembros de mi grupo social? Para dar respuesta a esta interrogante, parece preciso discutir al menos tres grandes asuntos: el modelo de gobierno que vele de mejor manera por el bien común; la determinación de los elementos básicos de los que depende la felicidad personal o, si se quiere, la capacidad de realización, y hasta dónde se puede expandir el límite de la sociedad. Veámoslos con más detenimiento.

En primera instancia, el modelo de gobierno que vela por el bien común de una mejor manera. Partiendo del supuesto de que hay un acuerdo respecto del carácter social del ser humano, parece claro que para que esta “realidad social” tenga un cierto éxito no basta con la coincidencia física, los lazos genéticos o el deseo de triunfar como grupo; es necesaria una mínima organización social, así como algunas garantías de que se respeten los acuerdos que regulan esa organización social. En definitiva, es preciso algún tipo de gobierno al que se le pueda confiar el éxito (es decir, la supervivencia) de ese grupo humano; sin un mayor compromiso teórico, podemos asumir la observación marxista de que en todo grupo humano hay una división social del trabajo. Ahora bien, esa división social genera una constelación de derechos y deberes. El ejercicio del poder se traduce en una fuerte asimetría entre éstos, de suerte que las clases sociales dominantes gozarán de una mayor cantidad de derechos y estarán sujetos a un menor número de deberes y, por ende, la sustentación del poder está ligada a la ostentación de privilegios.

En segundo lugar, la determinación de los elementos básicos de los que depende la felicidad personal. En este caso, el quid de la cuestión no es qué cosas hacen feliz al individuo, sino cuáles son las condiciones en las puede aspirar a la construcción de su felicidad; de este modo, la lista se hace sensiblemente más corta, encontrándose seguramente en ella elementos como trabajo suficiente y adecuado, salud, justicia, ausencia de enfrentamientos y demás. No obstante, hay una condición que parece marcar todas las demás y que tiene que ver con la armónica relación entre lo individual y lo social: la libertad, es decir, la capacidad para tomar las propias decisiones sin que tengan que estar coercitivamente limitadas por los imperativos de la sociedad (o, al menos, que lo estén dentro de ciertos límites razonables).

En tercer lugar, hasta dónde se puede expandir el límite de la sociedad. No es precisamente novedosa la idea de que todos los hombres tenemos una cierta gama de derechos básicos por el mero hecho de ser tales; el problema estriba en determinar hasta dónde se puede hacer llegar la expansión conceptual de lo “humano” ya que, a pesar de que actualmente existe la convicción de la universalidad de ese concepto –todos los Homo sapiens somos seres humanos–, tal afirmación no ha sido universal a lo largo de la historia de la humanidad ni podemos aceptar ingenua y acríticamente la suposición de que se respeta en nuestro presente. Cada grupo humano socialmente constituido genera una cosmovisión desde la cual se establece el límite de aplicabilidad de derechos básicos, inherentes e inalienables, y se suele partir de un patrón básico, que es el de la identidad: es humano, en el sentido más pleno del término, todo aquel que es “como yo”. Así, términos como “bárbaro”, “extranjero”, “otro”, remiten a la esfera de lo radicalmente distinto, y por consiguiente, a la esfera de lo que no se tiene que considerar humano en sentido estricto. Ahora bien, en tanto que podemos encontrar como característica común a las principales culturas que han dado a nuestra especie su carácter expansivo, nos encontramos con que, de manera correlativa a la expansión económica, militar y política, se presenta la expansión del universo simbólico y de la cosmovisión básica y se produce un fenómeno de globalización cultural e ideológica en el que se insertan tanto las prácticas del poder como la fundamentación de su ejercicio.

De este modo, nos hallamos con que la tipificación de los momentos de bien común, capacidad de realización y expansión del límite social conforman una densa trama en la que se arraiga el ejercicio del poder en una sociedad concreta. En nuestros días, estas categorías apuntan a la consolidación de los términos “democracia”, “liberalismo” y globalidad” como los que expresan las ideas respectivas de la universalidad del ejercicio del poder como un mejor modelo para alcanzar el bien común, de la universalidad del ejercicio de la libertad como condición para la realización de los individuos, y de la universalidad de la globalización como manifestación de una sociedad sin límites.

Ahora bien, el contexto genérico en que nos hacemos la pregunta por el ejercicio del poder en nuestras sociedades es el de la modernidad, entendida no tanto como época de la historia sino como modelo conceptual para construir la realidad. El universo simbólico moderno difiere en gran medida del antiguo y del medieval; a pesar de que esas diferencias son de diversos tipos, quiero centrarme en cuatro que considero fundamentales, tres a las que ya he
hecho referencia en la primera parte de este artículo (el triunfo de la ciencia como modelo de conocimiento, el capitalismo como modelo económico, el Estado como modelo de unidad política) y una que parece aglutinar las anteriores: la consolidación de una cosmovisión secularizada.

El proceso de secularización del universo simbólico (es decir, el proceso en virtud del cual los procesos de comprensión de la realidad tanto natural como social se independizan de una estructura teológica y se hace innecesaria la apelación a interpretaciones religiosas) es el que da cohesión a los otros tres. De este modo, la secularización de la idea de un fundamento absoluto del ejercicio de poder en una comunidad –sociedad como ecclesia– conlleva la fundamentación del poder del Estado en la soberanía popular; la secularización de la idea del hombre como administrador de la naturaleza hace aparecer la idea de la naturaleza como fuente legítimamente explotable de recursos; la idea secularizada de la sapientia (sabiduría bíblica) es la ciencia. Pero lo más interesante en este proceso es la secularización de la concepción medieval de la providencia divina en la idea de progreso.

En efecto, la providencia divina tiene una serie de características que poco a poco se van adoptando en la transformación tecnológica del mundo moderno; supone, en primer lugar, que el logos de Dios rige el devenir de la realidad, y que, por lo tanto, hay una planificación de todo lo que sucede; en segundo lugar, que hay una finalidad en el mundo que lo dota de sentido; en tercero, que lo que consideramos un mal es un paso necesario para alcanzar un bien posterior; en cuarto, y en suma, que hay un ser que cuida y procura el bien para con todo lo creado. De este modo, el progreso al que se hacía mención más arriba adquiere una serie de atributos que legitiman el conocimiento científico como el más adecuado para la toma de decisiones y, consecuentemente, su carácter polí tico: es una racionalidad benéfica que da sentido a la toma de decisiones sociales, extensible a todos los seres humanos y en cualquier contexto cultural. La ciencia y su aplicación, es decir, la tecnología, prometen un mundo alcanzable; he ahí la raíz de su dimensión política.

No sólo eso; la ciencia nos hace posible hallar parámetros desde los cuales se puede determinar de forma razonable y objetiva cómo compatibilizar los intereses del individuo con los del bien común, cómo utilizar los recursos naturales para ejercer la libertad y cómo universalizar al máximo los límites sociales del individuo. De este modo, parece que aceptamos que el discurso científico y la argumentación racional que de él se desprende son los más adecuados para ejercer el poder de una manera tal que recaiga en todos por igual y oriente nuestras acciones lo más certeramente posible hacia un futuro viable.

La sustentabilidad y el sistema científico-tecnológico

Sin embargo, y a medida que avanza el siglo X X , no sólo se empieza a hacer más evidente que hay una dimensión política de la ciencia, sino que el presupuesto del progreso tiene fallos evidentes y desalentadores. La racionalidad de la optimista modernidad culmina en las dos guerras mundiales y en la acuñación del término “genocidio”; la aplicación de los principios económicos del capitalismo no sólo no erradica la pobreza, antes bien la agranda, y la justificación de la explotación tecnológica de la naturaleza esquilma unos recursos que se saben limitados y en algunos casos no renovables. Por todo ello, y a partir de la aceptación general de que efectivamente vivimos en un presente globalizado, en el que las relaciones económicas se rigen por principios liberales y en el que cada vez es más imperiosa la necesidad de consolidar la democracia, se asienta la idea de que es preciso cambiar las reglas desde las que se entiende la mejora de las condiciones de vida de los seres humanos, de suerte que el concepto de “progreso” va cediendo ante el de “desarrollo”, y además un desarrollo que sea sustentable.

Por todo ello, hablar de desarrollo sustentable a principios del siglo XXI supone, al menos, tener en cuenta los siguientes elementos: i) remite a la idea de un modelo de desarrollo económico; ii) es un modelo de desarrollo económico comprometido con el desarrollo social; iii) promueve la capacidad para resolver las necesidades de las sociedad actuales; iv) lo hace sin hacer peligrar la capacidad de las próximas generaciones de resolver sus problemas; es decir, se compromete a no agotar los recursos disponibles, a resolver los problemas ambientales heredados y a generar el menor número posible de problemas ambientales futuros; v) tiene como una de sus prioridades la distribución social real de la riqueza, o lo que es lo mismo, el imperativo de erradicar la pobreza estructural, y vi) sus estrategias básicas son el desarrollo tecnológico, el fortalecimiento de una organización social responsable, democrática, con una sociedad civil activa y comprometida, y el impulso de una cultura de la gestión ambiental.

De esas tres estrategias, la que parece más inmediata es la del desarrollo tecnológico, toda vez que uno de los elementos que mejor nos permiten hablar de nuestro presente es su caracterización como sistema científico-tecnologico3. En ese sentido, comparto la convicción de la modernidad de que la racionalidad de la ciencia y la tecnología es un aval de cualquier decisión que podamos tomar para decidir qué tipo de futuro queremos construir entre todos; sin embargo, considero que pasar de ahí a una fe ciega en las posibilidades del desarrollo científico-tecnológico es tan ingenuo como peligroso, ya que es preciso modular esa convicción a partir de otros elementos articuladores de nuestro presente.

Entre ellos destaca, en primer lugar, la superación del esquema clásico del desarrollo de la modernidad, en el que el progreso científico trae consigo progreso tecnológico, el cual conlleva progreso económico, y éste a su vez progreso social, de manera que el desarrollo se entiende como el cumplimiento de ese proceso lineal. Empero, cada vez queda más claro que dicha linealidad no se cumple, sino que el sistema científico-tecnológico forma parte de una red problemática en que lo económico y lo social no son resultados, sino nodos de un mismo problema, que ha de entenderse como una red en la que todos los factores son igualmente relevantes e interactivos.

En segundo lugar, la irrupción de una nueva economía, que no se justifica tan sólo porque el despliegue del sistema científicotecnológico sea el que cuenta cada vez más para determinar la riqueza de los Estados, sino también por una diferencia básica respecto a la concepción más clásica del capitalismo: frente a la acumulación del capital, está apareciendo el referente de la disdistribución del conocimiento. Por supuesto, las actividades de generación, aplicación y gestión del conocimiento se pueden analizar desde un horizonte estrictamente capitalista, pero sin duda el referente de la distribución del conocimiento supone un enfoque refrescante para discutir la situación de nuestra realidad económica. En este sentido, el gran reto de nuestro siglo, ligado a las propuestas de vanguardia de los modelos de desarrollo sustentable, es el de la distribución social del conocimiento.

Pero estos dos factores (la superación del esquema lineal del desarrollo y la distribución social del conocimiento) precisan, para hacer comprensible la factibilidad de un proyecto común y consensuado de desarrollo sustentable, de otro elemento insoslayable en nuestro presente: la mundialización del riesgo. Nuestro planeta es una única biosfera, y una biosfera con equilibrio precarizado por el uso irresponsable de las herramientas que el sistema científico-tecnológico ha producido. Cualquier escenario de desarrollo sustentable mínimamente viable es supranacional, lo que exige superar los parámetros de toma de decisiones políticas de los últimos siglos, anclados en las relaciones entre Estados nacionales. Cualquier desastre medioambiental tiene consecuencias globales, y esto hace apremiante la toma de decisiones colegiadas y el desarrollo de políticas de transferencia tecnológica que permitan a los países pobres alcanzar un estado de desarrollo mínimo que haga aceptable la exigencia internacional del cuidado de su biodiversidad.

En definitiva, el desarrollo de políticas eficaces de desarrollo sustentable, sea a nivel mundial, sea a niveles regionales o locales, exige tomar muy en serio la dimensión social (y, por lo tanto, política) del sistema científico-tecnológico, y por ende la urgencia de la democratización de la ciencia y la tecnología, de la alfabetización científico-tecnológica y de una auténtica distribución social del conocimiento.

http://www.uv.mx/cienciahombre/revistae/vol17num3/articulos/cientifico_tecnologico/index.htm